Hace mucho tiempo, en el segundo semestre del año 1972, cuando yo era estudiante de Matemática y Tecnología Audiovisual en el viejo edificio del Instituto Pedagógico de Caracas, solía visitar con frecuencia la Biblioteca Central. Esta biblioteca estaba ubicada en un pasillo que conducía a otra edificación llamada «El Pueblo», separada por un par de canchas deportivas protegidas por un sector del distribuidor vial La Araña, que en tiempos de lluvia se convertía en un gran paragua.
En aquel entonces, la Biblioteca Central ofrecía servicios de préstamo de libros, y yo aprovechaba esta ventaja para obtener materiales de estudio. Sin embargo, me encontré en una situación complicada cuando se acercó el primer examen parcial del curso de Análisis Matemático, dictado por el profesor Manuel Sotelo. Quería conseguir el único libro recomendado para el curso, así que decidí acudir a la biblioteca una semana antes del examen.
Cuando solicité el libro en préstamo por tres días, me dijeron que estaba catalogado como reserva y solo se podía utilizar dentro de la biblioteca. En ese momento, recordé el viejo dicho de que «la necesidad agudiza el ingenio». Así que hice una proposición inusual a una joven empleada de la biblioteca que era muy amable y comprensiva.
Le propuse que me dejara llevarme el libro el viernes, justo antes del cierre del servicio bibliotecario, con la promesa de devolverlo a la hora de apertura del lunes a las 8:00 am. Sorprendentemente, ella aceptó mi proposición, pero puso una condición: debía devolver el libro junto con una barra de chocolate Savoy, edición especial, rellena de fresa. Además, tenía que colocar el libro y el chocolate en un lugar específico del estante correspondiente, para que el chocolate no quedara a la vista del público, en una ranura de la estantería.
Este extraño protocolo de préstamo funcionó en varias ocasiones, y mis resultados académicos fueron excelentes. Sin embargo, me quedó una gran duda en mi mente: ¿Cuántos chocolates pudo haberse comido la empleada mencionada cada semana, ya que extendió esta oferta a otros estudiantes? También, me pregunté si esta ingesta de chocolates tendría algún efecto en su salud hepática.
La moraleja: El hábito de ganar-ganar puede abrir caminos y evitar frustraciones. En este caso, gracias a la complicidad y amabilidad de la empleada de la biblioteca, pude conseguir el libro que necesitaba para mis estudios, mientras ella disfrutaba de algunos chocolates especiales. Fue una situación en la que ambas partes se beneficiaron y nadie salió perjudicado.
Joel Aguilar. Profesor de Matemática y Tecnología Audiovisual. Egresado en 1975.